Crónicas de tinieblas by Eduardo Vaquerizo & otros

Crónicas de tinieblas by Eduardo Vaquerizo & otros

autor:Eduardo Vaquerizo & otros [Vaquerizo, Eduardo & otros]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Fantástico, Ucronía
editor: ePubLibre
publicado: 2014-11-01T00:00:00+00:00


IV

Hombres jaguar

Haraganeó durante el resto de la tarde; quería revisar los planos del proyecto, pero la cabeza aún le martilleaba y los números se le escurrían de la memoria. Un pequeño cuartito anexo a su dormitorio guardaba un baño en cerámica y esmalte azul claro, donde aprovechó para lavarse a fondo y afeitarse. El espejo le devolvió unos rasgos aún más afilados de lo habitual y la piel mortecina, del color del pergamino viejo. Una mancha violeta se derramaba desde la sién, cubriendo el ojo y parte del pómulo, y notó al tacto que le habían afeitado la coronilla para darle puntos en ella. En conjunto, la impresión era desalentadora para alguien que iba a presentarse con retraso a su nuevo patrón.

Pero la situación no iba a mejorar si retrasaba el encuentro. Tomó de la maleta el menos arrugado de los trajes y una falsa gorguera almidonada. Se revisó por última vez los puños, repasó con un pañuelo los zapatos ya impecables y abandonó la habitación.

Se encontró en un pasillo con grandes puertas de cristal emplomado que accedían a una galería abierta. Desde allí la vista se derramaba por un valle cubierto de cañaveral de azúcar, hasta una pared de montañas abruptas engañosamente cerca en ese aire tan claro. La galería continuaba hasta convertirse en una terraza que doblaba el recodo, iluminada como Madrid en fiestas; Lazar se apresuró en su dirección, intimidado por la velocidad con la que el crepúsculo devoraba la luz y los mosquitos que parecían coagularse desde las crecientes sombras. La terraza rodeaba una habitación semicircular, también cubierta de balcones y donde entró a la carrera, en su prisa por dejar atrás las nubes de insectos. Antes de poder acomodar la vista a los potentes arcovoltaicos, recibió una bocanada de humo de puro directo a la cara.

—Le estoy haciendo un favor, es lo único que espanta a esos chupasangres. ¿Fuma usted, señor Kederian?

Lazar se limpió los ojos llorosos. Delante tenía sentado a un caballero, en esa edad indeterminada entre los ochenta y la centena. Sus hombros anchos y las enormes manos confesaban un pasado de corpulencia y fuerza, pero la edad lo había embalsamado como el sol a un arenque, curvándolo en la postura de gato al acecho. Unos quevedos dorados le proporcionaban un aire más bohemio que respetable.

—No tengo costumbre…

—Entonces uno de estos, son los que fuma mi sobrino, muy suaves.

El viejo tomó el cigarro de un mueblecito, similar a un estuche de costurera y lleno de cigarros, puritos, puros y grandes cohibas escalonados como tropas de reserva. Cortó la punta con una navajita de nácar antes de ofrecérselo. Al sentarse a su lado, Lazar notó la manta que le cubría las rodillas, y las grandes ruedas a los lados del sillón. Encendió resignado el purito; era sin duda tabaco de primera, de humo sedoso y tolerable.

—Usted es don Manuel Gomeznarro —comprendió—. Gracias por acogerme en su casa.

—No íbamos a dejarlo abandonado en el hospital de la Habana, por Dios. —Sacudió la mano con un



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